Cuentos para pensar…
- Pablo Puccio
- 8 may 2020
- 4 Min. de lectura
Días atrás dialogábamos con una colega sobre ciertas reacciones inconcebibles por parte de un sector de la sociedad que denotaba la falta de empatía y de solidaridad. Y aclaro que cuando hablo de sociedad no me refiero específicamente a la de un país determinado sino a la comunidad mundial. Seguramente Uds. al igual que yo venimos escuchando muy seguido últimamente palabras tales como: egoísta, mezquino, ruin, despreciable, infame; todas estas con el afán de describir actitudes deshonestas por parte de ciertos individuos en un momento tan difícil como este. Así que en base a esto, hoy decidí hablar sobre el tema.
En principio, más que nada, me motiva hacerlo porque siempre tengo por costumbre defender el egoísmo como una clara expresión de la autoestima, de la autovaloración, del amor propio bien entendido… Y entonces me resulta imprescindible marcar una diferencia conceptual con relación a conductas de aspecto inicialmente similares. Así, si buscamos por ejemplo el significado de una de las palabras que más me resuena entre todas las anteriores, como lo es la de “mezquino”, las definiciones iniciales de esta son: “avaro, miserable, desgraciado”; palabras que nos suenan más o menos iguales. Sin embargo, el Diccionario de la Real Academia agrega y amplía el alcance de este vocablo, y dice: “necesitado, escaso, diminuto”, fundamentado además en que la palabra mezquino es de origen árabe, “miskin”, que significa pobre. Es probable que ahora nos podamos acercar a una mejor y más clara definición diciendo que: “Mezquino es el que carece, o cree que carece, de lo más necesario”.
Es decir, el que necesita lo que no tiene para dejar de ser diminuto; es el que se niega a dar porque todo lo quiere para él; es el pobre desgraciado e infeliz que no puede ver otros deseos que no sean los suyos. Es el que desconoce en el otro a un par y carece por lo tanto de la empatía necesaria para entender lo que siente aquel.
Por eso, tal vez este cuento nos sirva para ilustrarnos, un poco más, sobre el tema de hoy.
“Una vez llegó a la selva un búho que había estado en cautiverio, le contaba a todos acerca de las costumbres de los humanos. Contaba, por ejemplo, que en las ciudades los hombres calificaban a los artistas en competencia, a fin de decidir quiénes eran los mejores en cada disciplina: pintura, dibujo, escultura, canto… La idea de trasplantar costumbres humanas prendió con fuerza entre los animales y quizás por ello se organizó de inmediato un concurso de canto, en el cual se anotaron rápidamente casi todos los presentes, desde el jilguero al rinoceronte. Guiados por el búho, que había aprendido en la ciudad, se decretó que el concurso se definiría por el voto secreto y universal de todos los concursantes, que serían de esta manera su propio “jurado”.
Así fue. Todos los animales, incluido el hombre, pasaron al estrado y cantaron recibiendo el más o menos intenso aplauso de la audiencia. Luego anotaron su voto en un papelito y lo colocaron doblado en una gran urna que sostenía el búho. Cuando llegó el momento del recuento, el búho se subió al improvisado escenario y flanqueado por dos ancianos monos, abrió la urna para leer y comenzar el recuento de los votos del “transparente acto eleccionario”, gala del voto universal y secreto, y “ejemplo de vocación democrática” (como había escuchado decir a los políticos en las ciudades). Uno de los ancianos sacó el primer voto y el búho, ante la emoción general, gritó:
— ¡El primer voto, hermanos, es para nuestro amigo el burro! Se produjo un silencio, seguido de algunos tímidos aplausos.
— ¡Segundo voto: para el burro! …
— ¡Tercero… el burro!
Los concurrentes comenzaron a mirarse, sorprendidos al principio, acusadoramente después y por último, cuando proseguían apareciendo los votos para el burro, cada vez más culposos y avergonzados de sus propios votos. Todos sabían que no había peor canto que el desastroso rebuzno del equino. Sin embargo, uno tras otro, los votos lo elegían como el mejor de los cantores. Y así sucedió que, terminado el escrutinio, quedó decidido por “libre elección” del “imparcial” jurado, que el desigual y estridente grito del burro era el ganador de:
LA MEJOR VOZ DE LA SELVA Y ALREDEDORES
Poco después el búho explicó lo sucedido: cada concursante considerándose a sí mismo el indudable vencedor, había dado su voto al menos calificado de los concursantes. Aquel que no podía representar amenaza alguna a su propia proclamación. La votación fue casi unánime. Sólo dos votos no fueron para el burro: el del propio burro que nada tenía para perder y votó sinceramente por la calandria y el del hombre que (cuándo no), votó por sí mismo.”
Y bien, estas son las cosas que hace la mezquindad en nuestra sociedad. Cuando nos sentimos tan necesitados que no hay espacio para otros, cuando nos creemos tan merecedores que no podemos ver más lejos de nuestro ombligo, cuando nos imaginamos tan maravillosos que no concebimos otra posibilidad que no sea poseer lo deseado, entonces muchas veces la vanidad, la miseria, la chatura, la estupidez, nos vuelve mezquinos. No egoístas, mezquinos… MEZ—QUI—NOS.
Me viene a la memoria una frase de La Peste, novela del escritor francés Albert Camus: “Lo peor de la peste no es que mata a los cuerpos, sino que desnuda las almas y ese espectáculo suele ser horroroso.”
Es indudable que situaciones como las que hoy nos tocan transitar como sociedad despiertan en nosotros las más diversas reacciones. Algunos juzgaremos en los otros aquellas más visibles que nos resultan inaceptables, inapropiadas e indignantes. ¿Pero qué sucede con aquellas mezquindades propias, ocultas, que si bien son percibidas por nosotros, a diario minimizamos?
Si queremos comenzar a ver cambios en lo colectivo definitivamente deberemos empezar por lo individual. Tal vez, esta sea la oportunidad propicia para la reflexión y el sinceramiento, quizás este sea el momento para reencontrar el camino perdido como sociedad, a partir de nosotros mismos.
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