La mayoría cae en el error de pensar que hablar en público carece de normas, estructuras o secuencia de pasos a seguir, y piensan más bien que es algo así como una suerte de improvisación, o que depende de las circunstancias y el carisma de la persona.
Pero muchas veces ese carisma y soltura tan envidiable que observamos en los buenos oradores (parlamentarios, abogados, líderes sociales o empresariales) proviene precisamente de un riguroso entrenamiento en una serie de tácticas y disciplinas que se agrupan a grandes rasgos entre la retórica y la expresividad del cuerpo.
El desaparecido psicólogo español Juan Antonio Vallejo-Nájera indicaba en su libro “Aprender a hablar en público hoy”, que la principal facultad para el novato que quiere iniciarse en el arte de hablar en público es la naturalidad, es decir, ser uno mismo, “un poquito mejorado, pero manteniendo la identidad”.
Pero es, además, bastante conveniente que la naturalidad, para que sea efectiva, vaya acompañada del conveniente entrenamiento, porque una persona nerviosa ante las expectativas de salir a dar un discurso, enfrentarse con éxito a una entrevista de trabajo, de defender a su cliente ante un jurado, o de protagonizar, pongamos por caso, una sesión de ventas ante clientes desconocidos, o simplemente expresarse con soltura y convicción en cualquier situación, difícilmente resultará natural, y mucho menos convincente.
Y aparte del entrenamiento práctico y teórico, cuanto más acervo cultural ostente una persona mayores serán sus posibilidades de crear y desarrollar argumentos brillantes y cautivadores, sea cual sea su auditorio. El gran profesor de retórica Quintiliano lo definía diciendo que “el talento y la cultura pueden mucho sin la teoría. La teoría, nada puede, en cambio, sin el talento”.
Una buena disertación en público ha de poner en marcha simultá- neamente varias capacidades humanas. No sólo basta con tener los argumentos apropiados, revestidos de lógica y razones, que tengan sentido y estén bien ordenados, sino que, además, hay que saber expresarlos con convicción, con la enunciación conveniente y la expresión apropiada de todo el cuerpo.
Así lo resumía Cicerón: “Ser un buen orador requiere hablar con convencimiento, de manera ordenada, con los ornatos del lenguaje y de memoria, todo ello acompañado también de una cierta dignidad de gestos”.
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