A pesar de haber numerosas definiciones sobre la empatía e incluso se podría decir que hay acuerdo en el hecho de no haber acuerdo sobre su concepto preciso, podemos apuntar que la empatía es la actitud que regula el grado de implicación emocional con la persona a la que queremos comprender a ayudar en su sufrimiento.
El concepto se ha socializado mucho, si bien el diccionario de la Real Academia no incluye la palabra empatía hasta su 21 edición en 1992, cambiando su definición en la edición 22 de 2001: “Identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo del otro”. El concepto se ha socializado tanto que ha dado pie a acepciones confusas, a un uso inflacionado y vago, usándose con frecuencia para evocar cualquier tipo de connotación positiva en las relaciones.
En el año 2004, el catedrático de psiquiatría de la Fundación Jiménez Díaz de Madrid, J.L. González de Rivera, publicó un artículo en la revista Psiquis en el que proponía el concepto de ecpatía para clarificar algunos límites de la empatía.
Se trata de regular la capacidad empática no solo en sentido de potenciar la capacidad de comprensión, sino también en el sentido de limitar cierta experiencia de sobredosis de implicación cuando esta puede ser perjudicial para el otro o para uno mismo.
La ecpatía, por tanto, ek-patheia en griego, literalmente “sentir fuera” sería el proceso mental de exclusión activa de los sentimientos inducidos por otros. No es lo mismo que frialdad, indiferencia o dureza afectiva, propia de las personas carentes de empatía, sino el arte positivo de compensar la empatía sanamente, regulando el grado de implicación emocional con el otro.
La ecpatía es la acción mental compensatoria que nos protege de la inundación afectiva y nos permite no dejarnos arrastrar por las emociones ajenas, saber separarse en la implicación. Mientras que la empatía comporta metafóricamente hablando “ponerse en el lugar del otro”, ecpatía comportaría “ponerse en el propio lugar”, y bien es sabido que ambas cosas son necesarias.
En efecto, a la vez que se requiere un proceso de identificación actitudinal, se requiere también la capacidad de manejar la propia vulnerabilidad, el impacto que la experiencia ajena tiene sobre sí, las propias sombras y heridas que pueden despertar con ocasión del encuentro con la vulnerabilidad ajena. Es preciso también aprender a separarse, restablecer la distancia emocional necesaria (junto con la proximidad) para no quemarse, para no identificarse emocionalmente y manejar bien la fatiga por compasión y prevenir el síndrome del burnout.
En efecto, todas las emociones son contagiosas, tanto las agradables como las desagradables. La industria cinematográfica saca partido de esta característica de la emoción, arrastrando nuestros sentimientos con intensos afectos representados por actores e infectándonos con las emociones crudas de los realities.
La fatiga por compasión (Figley, 1995) es un término general aplicado a cualquiera que sufre a consecuencia del trabajo que realiza un servicio de apoyo. El síndrome del burnout se reserva para una circunstancia extrema. Describe a alguien con problemas de salud o cuya perspectiva de la vida se haya convertido en negativa a consecuencia del impacto o de la sobrecarga de trabajo.
Si el grado de implicación de una persona que se dispone en actitud empática con otra no es correcto, se corre el riesgo de caer en lo que Carmen Berry llama la trampa del mesías: amar y ayudar a los demás olvidándose de amar y ayudarse a sí mismo, siguiendo el enfermizo lema: “si no lo hago yo, nadie lo hará”. Quien está obsesivamente convencido de esto, ha caído en la trampa y también está convencido de que las necesidades de los demás siempre tienen preferencia sobre las propias, dejando que los otros condicionen las propias acciones y descuidándose a sí mismo.
Si Hoffman decía que “la empatía es una respuesta afectiva más apropiada para la situación de los demás que para la propia”, digamos también que “en el equilibrio está la virtud”.
(Fuente: Dr. José Carlos Bermejo – Master en Bioética)
Commenti